Luis Britto García
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Con cada cambio
que inflige a la naturaleza, transforma el hombre su entorno humano, la
sociedad. Al avanzar de la cacería y la recolección a la agricultura, crea una
base de sustento que alimenta el paso de la tribu nómada a la comunidad estable
y, de encontrar condiciones favorables, a las grandes sociedades estratificadas
centradas en el aprovechamiento y distribución de las aguas a las que Wittfogel
llamó “Despotismos hidráulicos”. Modificamos las especies vivientes mediante hibridaciones sucesivas que crean las
versiones actuales del trigo, del maíz, del cambur, de la papa. Domesticamos
animales, pero a su vez la cría o el uso de ellos nos domestica. Sobre cada una
de estas alteraciones surgen civilizaciones que a su vez condicionan a sus
integrantes.
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El homo faber, hombre hacedor, se hace a sí
mismo, a las versiones de sí mismo. Desde antiguo utilizamos sin reparos esa piel
artificial que llamamos vivienda, ropa o calzado. Manejamos herramientas que
nos potencian: arrojamos lanzas o proyectiles, nos trasladamos sobre ruedas o
alas artificiales. Usamos cristalinos externos llamados lentes, dientes
postizos llamados prótesis. A veces nuestras creaciones nos invaden, como las
medicinas, las vitaminas, esos metrónomos cardíacos llamados marcapasos. Se
puede ser reedificado, transmutado y transferido. ¿A partir de qué momento nuestras
creaciones en vez de servirnos nos suplantan?
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Cada cambio
infligido al entorno nos cambia. Deploró Platón que la escritura tentaría a los
hombres a dejar de usar su memoria. Las máquinas nos convirtieron en debiluchos
o clientes de gimnasios. Así como el hombre trata de crear la sociedad
perfecta, alucinó Platón en el siglo IV A.C. que ésta podría crear al
humano ideal. En su República, mediante la enseñanza y los exámenes sucesivos se separarían
tres categorías de ciudadanos: los productores, los guerreros defensores y los
filósofos gobernantes. Estos últimos podrían convertir dichos grupos en castas
hereditarias. Así como la unión de los caballos y las yeguas más veloces
engendra los potrillos más rápidos, la de los productores, guerreros y
filósofos más aptos dentro de su propia categoría generaría especialistas cada
vez más competentes. Las uniones serían predeterminadas por los filósofos, pero
atribuidas a una lotería regida por los Dioses. La inteligencia parece ser en
buena medida hereditaria, pero el romance de pensadores como Sartre y Simona de
Beauvoir nunca engendró bebés filosofantes.
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Veinticuatro
siglos más tarde Aldous Huxley imagina o amenaza en Brave New World (Un mundo feliz, 1932) una sociedad organizada en
castas hereditarias creadas por la ciencia biológica. Personas inteligentes
aplicadas a quehaceres monótonos y
repetitivos enloquecerían. De allí la necesidad de crear clases de seres determinadas por la complejidad
de sus trabajos a cumplir, generadas por
fecundación artificial e incubadas en probetas: Alfas inteligentes, Betas mediocres, Deltas bobos y Epsilons
cretinos, controlados por la propaganda, la libertad sexual y las drogas. Esta
sociedad es estable, pero como la de las hormigas, las abejas
o el Infierno, no evoluciona.
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Siempre temí que
las grandes potencias abrigaran proyectos similares para avasallar al mundo
creando superhumanos o subhumanos. Pero el destino de un superhumano, si le
creemos al Frankenstein de Mary Godwin
Shelley, es aniquilar a su creador. Nietzsche anunció el Uebermensch, el Superhombre, pero se cuidó de definirlo. Hitler
fundó granjas para que doncellas arias procrearan bebés racialmente puros: el
único talento notable que surgió de ellas fue una cantante del grupo ABA. Se disolvió la Unión
Soviética sin que se conociera proyecto de fabricación de supercomunistas. Podríamos
redactar enciclopedias consignando las variantes imaginarias debidas a la
ficción narrativa: los Robots Universales
Rossum de Karel Chapeck; el Odd John y los First and last men, de Olaf Stapledon, los Slan, de A.E. Van Vogt, los seres simbióticos del More tan Human de Theodor Sturgeon, los
angustiados telépatas del Demoslished Man,
de Alfred Bester, los desgarrados replicantes de Phillip K. Dick. Desconocemos si Estados Unidos abriga algún
proyecto secreto de fabricación de Supermanes; por lo pronto, sólo produce superpolicías.
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Sin embargo, la
modificación del ser humano no es sólo preocupación de esos filósofos llamados
novelistas o de esos novelistas a quienes denominamos filósofos. Desde la
antigüedad se estimula la conciencia con cafeína, se la expande mediante drogas
sagradas, se la adormece con
estupefacientes. Mediante fármacos se exalta o deprime el estado de ánimo. Se potencia el
rendimiento físico mediante esteroides. La informática invade nuestro cuerpo
con mecanismos cada vez más perfeccionados: válvulas, implantes, marcapasos. Se
editan los genes, para librarlos de cromosomas defectuosos. Se
crean clones de organismos complejos. Se planteó un debate jurídico
sobre la posibilidad de patentar el genoma humano. Hay que asumirlo: estamos en
el umbral de rediseñarnos como individuos y como especie. Así como se generaron
una botánica y una zoología genéticamente modificadas, es técnicamente viable
la confección de un homo transgénico.
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Entre las
pesadillas a las que debemos enfrentarnos está la que Oswald Spengler denominó cultura fáustica, la convicción de que
todo adelanto tecnológico ha de ser aplicado irrestricta e ilimitadamente sin
atender a sus consecuencias. Hasta el presente se dejó la modificación del
hombre al azar de las mutaciones, que
sin embargo presentan una tasa de frecuencia constante. Por sí solas generaron
media docena de variantes de la especie homo, de las cuales sobrevive apenas la
autoproclamada sapiens.
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Para hipotetizar
sobre las potenciales versiones de nuestra perecedera carne se ha creado
esa variante de la Utopía llamada Transhumanismo,
que acepta y exalta todas las modificaciones de nuestra especie que posibilite la
técnica. Sobre ellas cabe apuntar que en el capitalismo culminaran sólo las que
coincidan con los intereses de la clase dominante, y que las positivas serán
reservadas para exclusivo uso de ésta.
Cabe reflexionar sobre las más anheladas. La extrema prolongación de la vida
podría desembocar en el tedio a medida que se extinga la novedad de los
estímulos del mundo. La potenciación de la inteligencia podría conducir al
nihilismo. La inducción de placer mediante realidades virtuales o estimulación directa de los nervios, a
adicciones invencibles. La progresiva suplantación de nuestro Ser por
componentes artificiales proliferaría en
especies mestizas y finalmente en entes sintéticos avergonzados de su origen
natural. De todos los fines profetizados
para nuestro género no sabríamos si éste sería el más glorioso o el más
aterrador.
TEXTO, FOTOS E IMÁGENES: LUIS BRITTO