Luis Britto García
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Las sabias normas del CNE sugieren no disertar sobre
política interna en vísperas de elecciones. Comentaremos sobre otro tema no
menos político, pero global: el clima. Para fomentar el turismo, en lugar de
propiciar bingos, garitos, casinos y timbas en manos de incalificables tahúres
y fulleros, le bastaría al gobierno con
publicar gráficas de nuestros espléndidos paisajes con la temperatura promedio:
25° centígrados, y esperar la avalancha de visitantes de una Europa cuyas
temperaturas veraniegas rebasaron los infernales 48° y 50° grados. El clima ha
sido factor decisivo en las migraciones de la humanidad; también podría serlo
en la extinción de ésta.
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Sobre el cambio climático hay dos escuelas: una lo atribuye a causas naturales, como ocurrió
con las eras glaciales de la prehistoria, otra lo refiere a acciones humanas,
fundamentalmente a emisiones de gases de
efecto invernadero, como el CO2, el metano y compuestos de cloro, que dejan
pasar la radiación solar de onda corta pero retienen su reflexión calórica de
onda larga. Por causa de ellos, se prevé
un incremento del promedio de temperatura global de 2° centígrados para 2050, y
de 4° para 2100. Aparte de sus graves efectos sobre seres humanos, cultivos y fauna y flora, tal incremento
aceleraría el derretimiento de glaciares y casquetes polares, inundando
vastísimas áreas costeras.
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Cito datos acuciosamente compilados por Julio César
Centeno sobre el hit parade de las
emisiones de invernadero desde 1900 hasta 2020.
Europa (sin Alemania): 27%. Alemania: 5,7%. Estados Unidos; 25%. Asia
(sin China): 13,7%. China: 13,7%. Rusia: 3,2%. India: 3,2%. África: 2,4%.
América del Sur: 2,4%. Los resultados son claros: a partir de 1900, los países
desarrollados, cuya población no rebasa del 17% de la mundial, han sido emisores masivos del 70% de gases de
efecto invernadero, con sus fábricas contaminantes, sus tropeles de autos
individuales, sus perennes incineraciones de desechos, su saqueo de recursos naturales del resto del planeta.
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Nada más catastrófico que dejar la solución de un
problema a quienes lo crearon. En 1988, los primeros ministros Bryan Mulroney
de Canadá y Margaret Tatcher, del Reino Unido, comprometieron a Estados Unidos,
Alemania, Francia e Italia para financiar un “Grupo Intergubernamental de
Expertos sobre el Cambio Climático”, en realidad un dispositivo estatal -y no
científico- de la Tatcher para destruir los sindicatos británicos de las minas
de carbón y sustituir éste por el petróleo del Mar del Norte. Estados Unidos,
el mayor contaminador del mundo, ha eludido sistemáticamente sus
responsabilidades en la materia: Bush no suscribió el Protocolo
de Kioto en 2001, ni Trump el Acuerdo de París en 2017. Ahora, bajo el peso de los pactos
de Joe Biden con el G7 y el G 20, se reúne en Glasgow entre el 31 de octubre y
el 14 de noviembre, con la asistencia de 197 países de la ONU, la «Conferencia de las Naciones Unidas
sobre el Cambio Climático». Ésta comprometió a los participantes a limitar a
1,5° el calentamiento para 2030, y a cero emisiones de carbono para 2050. A tal
fin, aprobó un gasto de 50 billones de dólares hasta 2030, (para los
anglosajones, un billón es mil millones) y unos 150 billones hasta
2050, de los cuales beneficiaría a los países en vías de desarrollo 0,1 billón.
De tal manera, tocaría salomónicamente a los culpables de la emisión del 70% de
los gases de invernadero (sólo el 17% de la población mundial), el 99,9% de los
recursos destinados a corregirla, y a sus víctimas, el 83% de los humanos, el 0,1%.
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Para pasar de
una economía desarrollada de quema sistemática de hidrocarburos a otra basada
en energías alternativas sería necesario un cambio social, económico, político
y cultural casi imposible dentro del sistema capitalista. Apunta Alfredo
Alvarado que las energías alternativas suman apenas 12,85%
del total de la energía producida en 1971, y 13,97% para el año 2014 (“Energías alternativas en la actualidad: una aproximación al impacto
social del nuevo modelo energético”. Revista Gestión I+D, vol. 2, núm.
2, 2017. Universidad Central de Venezuela). ¿De dónde saldría el 86% de la
energía restante que los países desarrollados
requieren para mantener su hegemonía? Ello supondría ingentes inversiones en
arquitecturas con sistemas pasivos de adaptación al clima, energía solar,
eólica, geotérmica, de las mareas, con obras titánicas que a su vez requerirían
dispendioso gasto energético. Pero también radicales cambios en la cultura de
la deforestación masiva, del consumismo, del derroche, de la acumulación
individual, del consumo ostensible, de la obsolescencia planeada, del dividendo
económico como meta suprema, de todos los supuestos del mundo desarrollado.
Detener la emisión de gases de invernadero requeriría la revolución que el
capitalismo ha intentado a toda costa aniquilar.
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Analistas internacionales como Thierry Meyssan
apuntan que detrás del repentino interés estadounidense por el calentamiento
global puede estar la necesidad de reactivar la economía capitalista. Según lo
predijo Marx, ésta se encuentra de nuevo en plena crisis por el
estancamiento de la demanda relativa, es decir, de aquella de quienes necesitan
bienes y los pueden costear. Hasta ahora, Estados Unidos había mantenido
funcionando su industria con un gasto militar para 2020 de 778.000 millones de dólares, el 39% del dispendio armamentista del
planeta. Pero el keynesianismo militar tiene límites. Derrotas como la de Afganistán
cuestionan al complejo militar industrial. Y denuncia Meyssan: “Hoy en día la
solución sería la ´transición energética¨. O sea, en vez de tratar
de vender otro automóvil a alguien que ya tiene uno, habrá que
venderle un vehículo eléctrico para reemplazar su automóvil que funciona con
gasolina. Por supuesto, la electricidad se genera utilizando
petróleo y exige el uso de baterías que actualmente no son
reciclables. En definitiva, con la ´transición energética’
el planeta se verá más contaminado que antes pero… ¡ahora
no hay que pensar en eso!” Concluye Meyssan que “Con la COP26, los
banqueros podrán prestar dinero para ´salvar el planeta´ y convertirse
de paso en dueños de los países cuyos dirigentes hayan confiado
en ellos”. Por nuestra parte, apuntamos que podrían restringir a través de
medidas coercitivas el uso de hidrocarburos a tal punto que los países dueños
de reservas las cedan casi gratuitamente, para que después el capitalismo, cuyo
único objetivo histórico es el dividendo, olvide la “transición energética” e inicie
otra orgía de contaminación. Señalamos además que uno de los satanizados “gases
de invernadero”, el CO2, es el que respiran las plantas, sin el cual perecerían
los vegetales que producen el oxígeno que respiramos.
El cambio climático
no puede detenerse sin cambio social.