Luis Britto
García
1
No tiene el
hombre más destino que la muerte. Durante su efímera vida acumula engaños para
disimularlo; la patética derrota de éstos borra la única ilusión que lo
anima. Quizá ello explique la supervivencia
de la fábula sobre un anciano que se niega a aceptar la realidad del mundo y
muere cuando ésta se le impone. En tal
sentido, el Quijote ha cabalgado muchas veces, tantas como han alentado seres
humanos.
2
Afirma Borges
que toda obra maestra crea sus predecesores. Quizá el menos advertido entre los
muchos que anima el Ingenioso Hidalgo sea Celestina, tejedora de esa novela de
caballerías que es el amor. Muchas salidas en su busca ha de haber vivido la
Trotaconventos para desengañarse de sus
espejismos. No hay Dulcinea que sobreviva a una arruga. Para la vieja Conqueridora
está reservado el tormento de ya no poder inspirar el amor que para otros
concerta. Su aliciente es la esperanza
de vivir un día más de achaques y desabrimientos; el de sus víctimas, perpetuar en la descendencia otra sumatoria
de jornadas sin más conclusión que el desengaño. Ese día más que gana la vieja
todavía no ha concluido. En todo crepúsculo revive Celestina.
3
Después de
recibir tantas palizas recupera Alonso Quijano la razón y muere de cordura. Era
una necesidad literaria: a nadie interesaba, y menos a su autor, un Ingenioso
Hidalgo razonable. La locura nos mantiene vivos. Por eso el mundo agoniza
poblado de cadáveres vivientes que sólo existen en razón de sus intereses.
Señalé alguna vez que el verdadero Quijote fue Sancho, quien acompañó a su
alucinado camarada a pesar de que su realismo aldeano le impedía ver gigantes
en los molinos de viento y princesas en las mozas del trato.
4
Aquí tenemos
dos siglos después al petimetre fantasioso que se sueña creador de mundos y
arquitecto de Repúblicas Aéreas. Ni tan mal le va en sus estrepitosas salidas:
a sangre y fuego libera lo que son hoy cinco países, con la lógica Ilustrada intenta
confederar continentes, sólo para ver su
obra destruida por la ganzúa del ladrón y la emboscada del asesino. Los tres
grandes majaderos del mundo hemos sido Jesucristo, el Quijote y yo, sentencia
en su miserable camastro de muerte. Lo que ve disiparse no son quimeras: ha
movido en realidad marejadas de hombres y derramado océanos sangrientos; ha derrotado
ejércitos formidables, regido comarcas inconmensurables y amado mujeres que eran
más que princesas. La culminación de su obra requeriría tratar a los díscolos
con el mismo rigor con el que desbarató a sus enemigos. Ciertamente no ha
perdido la razón: ésta ha sido el alma del Proyecto Ilustrado que intentó
imponer sobre la Cuarta Parte del Mundo. En la cima del Chimborazo el Padre de
los Tiempos le advirtió que nada son esos instantes que los mortales llaman
siglos y mucho menos esa pelota de barro que llaman Tierra. No es en sus
últimos instantes que lo avasalla la Locura de la Razón. Lo ha acompañado
siempre: es el legado que nos deja.
5
En tanta
tragedia abramos un intervalo risueño. Alphonse Daudet, a quien imaginamos como
francesote rubicundo y bon vivant, sueña a Tartarín de Tarascón, un meridional
insólito con alma de Quijote y cuerpo de Sancho, que en un solo personaje resume
todas las contradicciones del dúo ibérico. Sus salidas resultan fanfarronadas:
caza en África sin abalear otra presa que un humilde pollino que debe pagarle a
su dueño; escala los Alpes para encontrar en la cima un hotel turístico;
intenta fundar en una isla la colonia Port Tarascón sólo para ser desalojado
por los ingleses. Como Napoleón, muere en el exilio, soñando hazañas, Imperios, tartarinadas.
6
En la línea
de los franceses con ínfulas de Quijote debemos contar a Gustave Flaubert,
creador de Bouvard y Pecuchet, dos viejos amanuenses que heredan una fortuna y
la gastan en proyectos que a su creador se le antojan utópicos, como preservar
alimentos enlatándolos o regenerar niños con problemas de conducta. Tras el
fracaso en estas empresas nada quijotescas, Pecuchet y Bouvard vuelven a la
cordura, que consiste en seguir copiando documentos burocráticos por
pasatiempo. También peca Flaubert de quijotismo al intentar emular al Ingenioso
Hidalgo sin mostrar ni una pizca de ingenio.
7
Umberto D es
un insignificante maestro jubilado a quien empuja a la indigencia una pensión
cada vez más insignificante. Su locura es el decoro: viste recatado traje de
tres piezas; sólo ante el hambre trata
de vender sus libros de texto; intenta pedir limosna extendiendo temblorosa
mano y la vergüenza lo hace retirarla fingiendo que trataba de sentir si
llovía. Lo único que lo ata a la vida es su responsabilidad hacia el perrito Flick,
al cual rescata de inmisericordes perreras y busca en vano acomodo en
incosteables casas de cuidado. Como Quijano, no abriga ilusiones sobre un mundo
de oportunistas, chicas que no saben cuál es el padre de su hijo y niños que corren
ilusos hacia la vida como si se tratara de un parque de diversiones. Juega,
Flick, suplica al perrito para distraerlo de la definitiva pérdida de la
esperanza. Juega.
8
Que decir
del marqués de Bradomín, católico, feo y sentimental, que viejo manco aún trata de enamorar, y de
Calvero, que se esfuerza en volver a las candilejas para disuadir de su resolución
a una muchacha suicida. Tan infinitas como las encarnaciones del Ingenioso
Hidalgo son las de Dulcinea, fantasma que nos impide desmontar de Rocinante.
9
Este era un
viejo que zarpó cien días para pescar
sin atrapar un pez. Su mujer había muerto, los demás pescadores lo evitaban
porque lo creían víctima de la mala suerte, ni siquiera el niño que llevaba
como grumete lo acompaña cuando por fin engancha al pez aguja colosal que
prueba que todavía es pescador, que a todo marino lo despoja del fruto de su
trabajo el cardumen de tiburones que se prende de su estela. Al viejo sólo le
queda el amor por la magnífica bestia que mató para demostrarse que todavía
estaba vivo. Le contará esta historia a un escritor quien, como aprovechado
tiburón, le sacará un premio Nobel y dinero para comprarse una magnífica
escopeta con la cual se volará los sesos, devorado por los escualos de sus
obsesiones y de los servicios secretos
estadounidenses.
10
El coronel
no tiene quien le escriba. Tampoco quien le otorgue una miserable pensión por
servicios heroicos. Su hijo fue asesinado por el gobierno; apenas le queda
un reloj viejo que no vende por falsa
vergüenza y un gallo tan feo que se le parece y que quizá ganará una incierta
pelea dentro de meses. No se engaña el coronel sobre la atrocidad de un mundo
donde la industria de las autoridades es el asesinato: su lucidez consiste en
aferrarse a una esperanza que sabe falsa.
11
Decía William
Turner que son distintos los colores de la aurora de los del crepúsculo. Los
últimos devoran a los primeros porque los contienen. Diferente es el espíritu
de la letra inicial y el del punto final. Nuestra patria es la derrota.
Vencerla es el único triunfo que no peca de trivial.
FOTO/TEXTO: LUIS BRITTO